―¿Cuándo decidió ser arquitecto?
―Cuando tenía diez años.
―A esa edad nadie sabe lo que quiere, y quizá nunca lo sepa. Miente
―¿Yo?
―No me mire así. ¿No puede mirar cualquier otra cosa? ¿Por qué decidió ser arquitecto?
―No lo sabía en su momento, pero es porque nunca creí en Dios.
―Vamos, sea sensato.
―Porque amo este mundo, porque es todo lo que amo. No me gusta el aspecto que tienen las cosas en la tierra. Quiero cambiarlas.
―¿Para quién?
―Para mí.
―¿Cuántos años tiene?
―Veintidós.
―¿Dónde oyó todo eso?
―En ninguna parte.
―Nadie habla así a los veintidos añas. Usted es anormal.
―Probablemente.
―No se lo digo como cumplido.
―Tampoco lo tomé así.
(…)
―Maldita sea ―dijo suavemente―. Maldición ―rugió de pronto, inclinándose hacia adelante―. No le he pedido que viniera aquí, no necesito ningún proyectista. No hay aquí nada que proyectar. No tengo suficiente trabajo para mantenerme a mí y a mis hombres, (…). No quiero que ningún loco visionario se muera de hambre a mi lado. No quiero esa responsabilidad. No la pedí. Pensé que nunca volvería a suceder. (…) Soy perfectamente feliz con los imbéciles babosos que tengo aquí, que nunca han tenido nada ni lo tendrán, sin que eso les importe. Eso es todo lo que quiero. ¿Por qué ha venido? Está en el punto de partida para arruinarse a sí mismo. Lo sabe, ¿no es así? Y yo le ayudaré a arruinarse. No quiero verlo. No me agrada. No me gusta su cara. Parece un egoísta insoportable. Es un impertinente. Está demasiado seguro de sí mismo. (…) Venga a trabajar mañana.
―De acuerdo.
EL MANANTIAL – Ayn Rand